Yo la he conocido hace sólo un par de meses, en alguna narración de Juan Antonio Cebrián, y días después en el estudio de qué es el ser humano. Es curioso como algo o alguien no existe para ti, y en un par de semanas, desde distintas fuentes, reaparece constantemente.
Quizá sea más conocida de lo que yo creo. O quizá sólo me llame la atención por mi amor a las biografías de aquellas personas a las que puedo admirar. Pero Helen Keller y Anne Sullivan son un ejemplo más de cómo subimos a los altares a quien simplemente goza de belleza o logra un buen golpe de revés con su raqueta, y nos olvidamos de los auténticos héroes.
Debido a una enfermedad, con sólo 19 meses, Helen queda sorda, muda y ciega. Encerrada en sí misma. Sin ni siquiera palabras para poder pensar. No es humana. Me da miedo imaginar esa cárcel. Anne tenía la llave. No sé cómo lo hizo, a pesar de las explicaciones que he leído. Pero consiguió que pudiera entender lo que le rodeaba, que pudiera leer, que pudiera escribir, que pudiera hablar. Hellen llegó a dar conferencias, a graduarse en la universidad, a dominar varios idiomas, a publicar libros.
Es una historia que me acongoja. Y que me alienta ante las minucias que la vida me pueda presentar para impedirme seguir caminando.
Pero me quedo con un momento. El 20 de octubre de 1936, ambas despidiéndose porque la muerte de la maestra iba a separarlas después de tantos años. Imagino cómo se debió de llorar.
sábado, 1 de octubre de 2011
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Esta historia también me ha impresionado toda mi vida. Siempre he pensado que la clave es la insistencia y la constancia: a base de tocar una y otra vez la misma puerta, ésta termina abriéndose y saliendo de ella todo lo que hasta ese momento estaba oculto. Y además Anne Sullivan era inasequible al desaliento. Pilar, de El efecto Coriolis
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