domingo, 31 de octubre de 2010

Equinoccio

"Los niños chillaban a nuestro alrededor, intercambiaban sus horribles mácaras y se contaban historias de fantasmas, aterrorizándose unos a otros y, sobre todo, cada uno a sí mismo. Sin embargo, yo soñaba con lo que estaría ocurriendo simultáneamente al otro lado del Atlántico. Los cementerios estarían llenos de flores, llenos de visitantes, enlutados la mayoría, a menos que Europa haya cambiado mucho desde mi último viaje. La tierra de las tumbas, la tierra de los corazones sería removida. Incluso quienes rechazan los cemneterios y las iglesias pensarían en los seres desaparecidos; incluso los colegiales (satisfechos por estar de vacaciones) experimentarían por unos instantes el ensombrecimiento del fúnebre equinoccio. Aquí, la otra cara de la moneda: una alegría ruidosa, casi histérica. Aquellas brujas, aquellos demonios, aquellos monstruos de seis o siete años pagaban ya su tributo al horror de vivir, y de no vivir eternamente. Los padres fingían miedo, por condescendencia, pero lo niños desfigurados sin fundamento, no entendían demasiado bien por qué ellos mismos eran tan terribles. No captaban su propia alusión, su simbolismo, cosa muy conforme con el destino del hombre. Misas en la otra orilla del océano, y aquí nuestras pandillas de gnomos que iban de casa en casa reclamando golosinas y amenazando a las familias con represalias imaginarias en caso de rechazo: aquí como allá, danza macabra. 
Dios sabe que he consagrado mi vida a la justicia, y por lo tanto a revisar las cuentas de la humanidad, pero a mi edad uno ya ha descubierto que estas cuentas jamás cuadran. Incluso en nuestra época, incluso en democracia, existe un resto de horror primitivo que no llegamos nunca a liquidar y que más pesado se hace a media que envejecemos. Ojos inocentes en cuencas de vampiro... este es quizás el doloroso secreto del mundo."
Vladimir Volkoff
El interrogatorio

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