domingo, 31 de marzo de 2013

Entre semáforos y contenedores

Moran en la urbe como compañeros cotidianos del día a día. La gente se cruza con ellos y ya ni les observa. Han dejado de ser curiosidad, novedad o asunto que comentar. Cada mañana de camino a trabajos, escuelas u oficinas están ahí. De ambas profesiones: los recicladores y los vendedores de pañuelos.

Los primeros hacen su ruta como autobús de línea, pero cambiando las marquesinas de las paradas por contenedores llenos. Uno a uno los van revisando. Buscan chatarra, metal, papel también. Desconozco si tienen repartidas las diferentes calles, si se pondrán de acuerdo, si existirá un planning, un mapa de rutas. Puede que no, que vayan a caza solitaria, estudiando cada uno lo mejor que puede los hábitos basureros de la clase media española. Sus herramientas suelen ser un largo palo para escudriñar los desperdicios, y un medio para transportar las presas halladas. Y en esto llegan a construir sorprendentes móviles. Híbridos de bicicletas con carritos Carrefour. Tras la recolecta, la compra de artículos sin pasar por hipermercados, todos se dirigen a alguna nave de polígono. Allí buscan la chatarrera donde le comprarán lo encontrado, dependiendo de la calidad, de la suerte del día.

Sería interesante explotar los datos de estudio que pueden tener: lo que arroja el pueblo a la basura según el nivel económico del barrio, la época del año, las crisis, etc.

Siempre pensé que algo no funciona muy bien cuando hay personas que pueden vivir de lo que otras tiran a la basura.

Los vendedores de pañuelos, los secadores de lágrimas, los regaladores de sonrisas blancas. Ellos no hacen rutas, tienen un lugar estático donde cumplen su jornada. También cabe preguntarse si disponen de un cuadrante para cubrir todos los semáforos de la ciudad, o si luchan por el territorio, pretendiendo apoderarse cada uno de las mejores intersecciones. Los envidiaré siempre por su atractivo caminar, da igual lo que vistan, ya sea un chaleco fluorescente o un jersey de lana en pleno agosto. Se acercan a una ventanilla y sonríen. Sólo quieren saludar. La cara de asco del conductor que ni le devuelve la mirada no les hace perder ese andar rítmico. Por un euro a la semana puedes trabar amistad con alguno de ellos, porque él te llamará amigo, te preguntará cómo estás, se preocupará por tu familia, y te deseará suerte. Te sonreirá sinceramente, y te ofrecerá la mano. Incluso aquellos días en los que no tienes monedas que darle.

Sería interesante explotar los datos de estudio que pueden tener: la simpatía, la tristeza o la limosna recaudada en función de la hora del día, del clima, de la marca de coche, etc.

Últimamente pienso que hay días en los que en uno de esos semáforos se te ofrece más humanidad y afecto que en muchos otros sitios.

domingo, 24 de marzo de 2013

Realidad

Algunos filósofos decían que lo que distingue al ser humano del resto de animales es que nosotros intentamos cambiar el mundo, no nos basta con adaptarnos del mejor modo posible a él. Ortega y Gasset, por ejemplo, nos describía como ese animal que ante el bombardeo constante de estímulos tiene la capacidad para encerrarse en sí mismo, analizarlos, compararlos, y luego volver con una idea de qué hacer con lo que le rodea.

Y será que viene en nuestros genes, pero la obsesión por cambiar la realidad es la que nos ocupa de por vida. A veces con resultados un tanto desagradables. Pues si nos detenemos a pensar en todos los problemas que tenemos y que tienen las personas a nuestro alrededor, todos se derivan de una mala relación con la realidad. De no aceptarla como es, o de querer cambiarla sin tomar decisiones, sin elegir.

En las matemáticas escolares, cuando en un problema nos preguntaban cuántas manzanas había en una cesta después de saber que compré 8, regalé 2 y me comí la mitad de las que me sobraban... nadie planteaba la solución con una queja constante de por qué tengo que contar manzanas, por qué mi cesta no dispone de un inventario actualizado, por qué no compré, regalé o comí. Nadie planteaba soluciones mirando al pasado, que no se puede cambiar, ni a inventar cestas o manzanas que no existen. La solución siempre venía desde un humilde "esto es lo que hay... qué es lo que puedo hacer".

Sé que la vida real es más compleja que aquellos cuadernillos del Rubio. Pero deberíamos dejar de quejarnos. Ante las circunstancias de la vida, sólo hay dos opciones: aceptarlas o cambiarlas. 

Si las aceptamos, debería de ser sinceramente, admitiendo la realidad, y adaptándonos a ella sin más quejas ni alborotos. Asumiendo que nuestra vida pasa por ahí porque hemos optado por este camino y no por otro. Nadie nos obligó. 

Sin embargo, si decidimos cambiarla, tendremos que tomar decisiones, no dejar que se cambie sola, porque no lo hará. Y no esperar a que la decisión aparezca entre nuestra neblina mental un día cualquiera, porque tampoco lo hará. Decidir es una acción activa que supone aceptar que no se puede tener todo, y que se rechazan muchos caminos para transitar sólo por uno. Si no fuera así, no estaríamos decidiendo, sería simple automatismo.

Entre las dos opciones, hay que recordar, que algunas cosas no están en nuestra mano. Nadie aún tiene la capacidad de hacer que deje de llover, o de adelantar la primavera. 

Decía Antonio Machado que peor que ver la realidad muy negra es el no llegar a verla.
 




miércoles, 20 de marzo de 2013

Detalles de una vida placentera

Encender una cerilla y esperar que se consuma, escuchando en el silencio el crujir de la llama y el fino listón de madera. 

Mirar a derecha e izquierda en los semáforos, descubriendo a conductores con mirada hastiada, mujeres a las que robar una sonrisa, y niños a los que sacar la lengua para que, avergonzados, dejen de observarte.

Escuchar llover arropado en la cama, sin que el despertador tenga nada que decir en tu abrazo con otra persona.

Conducir bruscamente con música dance por la calles de la ciudad.

Saciar el hambre con chocolate.

Escuchar que una persona a la que respetas y en la que confías dice que te admira.

Reír.

Llegar a un hotel cansado, muy tarde, sin vistas a madrugar, llenar la bañera de agua muy caliente, y sumergirte dentro, en silencio.

Descubrir el sabor de una boca, de un pezón, de un cuello, de unas manos, de unos muslos.

Ganar.

Regocijarse en la melancolía del recuerdo mientras el sol se pone y no hay brazos que te arropen para recibir la noche.

Caminar hacia cualquier sitio con la mente ocupada en cosas de poca importancia y cruzarse con el andar pausado de un gato callejero, que mira la vida desde ojos a los que envidiar.

Dejarse llevar por la música y saltar, gritando bien fuerte, entre cientos de personas: ...dónde están los besos que te debo...

Conversar con un amigo, embriagados por el alcohol.

Sentir cómo la luna asoma poco a poco en el horizonte mientra el ruido del mar atrona tus oídos.

Gritar, muy fuerte, hasta que la voz no dé más de sí.

Sentir que alguien te comprende, de verdad.

Conocer gente tan diferente como para aprender que los puntos de vista que componen una línea son infinitos.

Viajar.

Sonreír a causa de una idea que lees en un párrafo del libro que te ocupa mientra el agua golpea fuerte los cristales de la ventana a causa del viento que azota fuera de casa.

Abrazar, y ser abrazo, de forma sincera, expresando en el gesto miles de palabras y sentimientos.

Sentir el infinito espacio tiempo ante los puntos de luz que llegan desde las estrellas en una noche oscura.

Estornudar sin reparos protocolarios.

Comprobar que las casualidades de la vida te conducen a lo que buscabas y te hacen dudar de si el destino está o no escrito.

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