lunes, 22 de junio de 2015

Pensando contra el jet lag

Habitación de hotel. Aguantando el sueño con palillos en los ojos como andamios de párpados muertos. Declaración de guerra al jet lag. En el país donde hoy, el solsticio de verano, da igual. Todos los días del año el sol sale y se esconde a la misma hora con puntualidad cansina en Ecuador. De un modo u otro esto debe influir a la gente de por aquí. Quizá estén menos relacionados con los ciclos naturales. Quizá todo parezca más estático. No me gusta como conducen, ni el sabor del agua. Me gustan sus volcanes y su amabilidad. No me gusta su urbanismo, pero me gusta su naturaleza.

Hay algo irreal cuando te levantas del asiento de un avión a una hora que no existe (porque no sabes qué hora es ni en qué franja horaria estás) y recorres el pasillo hasta la cola. Mejor aún si llevas auriculares con música. Caminas sigiloso entre la embriaguez y la resaca de un cuerpo que no sabe dónde lo llevas. Y un montón de caras te van mirando. Todas esas personas arropadas con las mantas polares que amablemente reparte la tripulación (¿no sería más fácil bajar el aire acondicionado?). Rasgos indios, ropas distintas, acentos, entonaciones, ojos, algún rubio alemán o inglés, dormidos o con mirada perdida. Los humanos... la de cosas raras que hacemos cuando nos paramos a pensarlo a diez mil metros de altura sin tener idea de la hora que es. Sólo cuando escapas de las reglas del espacio-tiempo parece que somos libres para analizarnos sinceramente.

Me gusta observar a las personas. Los gestos. Cómo miran. Cómo cogen los objetos. Cómo caminan.  A fuerza de observar me doy cuenta pronto del que no me va a ser sincero, del que me pregunta y da igual lo que le responda, de la chica a la que no le intereso, del transparente, del que sabe guardar secretos, del actor, del que no es buena persona. (Todo es ingenuidad por mi parte, siempre habrá quien te sorprenda. Por suerte) 

Me llama la atención como intentan relacionarse unos con otros. Por ejemplo, en una fiesta. Los intereses en liza: llevarte a la cama, besarte, tener alguien que me escuche, reírme, conocerte, entretenerme, que me quieras, que me quieran, que me vean contigo, no estar solo... Por esta noche o para toda la vida. Cada cual con su tema. Y observarlos desde fuera te hace de nuevo sentir lo simple y complejos que somos. 

¿Por qué será que buscamos cosas sencillas por los caminos más complicados posibles?  

viernes, 12 de junio de 2015

Arte en vena

Ni siquiera sé si ya lo he escrito. Pero envidio profundamente a aquellas personas que tienen un duende dentro al que pueden dar rienda suelta cuando necesitan vaciar sus adentros. Y yo me quedo embobado observando cómo en escenarios los que malgastan o apuran sus vidas de caos intermitente se transforman para ser puro arte por minutos. Cada cual en lo suyo. Y observarlos es observar su gesto. El del pintor al torcer la cabeza mientras mira su obra concentrado con pincel en mano. Parece de otro mundo. El del cantautor gritando el dolor de su cuerpo con lo ojos cerrados. Parece de otro mundo. El del bailaor forzando su cuerpo al límite del sudor bañando su frente. Parece de otro mundo. El del actor diluyéndose en mil vidas que a cualquiera le gustaría calzarse. Parece de otro mundo.

Y yo que no tengo. No conseguí comprar duende que me saque de dentro los apuros pensados que llenan la olla a presión del pensamiento, del sentimiento. Quizá las sangrías médicas se inventaron en su día para eso. A veces me conformo con escribir lo que surge dictado. Pero ya no es lo mismo, ya no es el duende el que obra. Porque no hay camino directo desde dentro. Cuando es la palabra la que expresa, en cierto modo, existe logos que modula, que acota el grito, el gesto, el color y la nota.

Escribo esto porque a veces me gustaría tener la voz para gritar lo que no cuento. Me gustaría tener el pulso ciego para dibujar las bocas que persigo, las miradas que sueño. Me gustaría tener el gesto o el baile para dejar a mi cuerpo reír lo que no ríe, llorar lo que no llora, saciar en otras vidas todas esas que quiero vivir, y no puedo.



 

lunes, 8 de junio de 2015

Diacronía

Dicen los abuelos que con el paso del tiempo todo se ve con más calma porque los días son más iguales. Que uno tiene más familia, pero está más solo. Que si los amigos de la mili, que si los primos, que si las chicas del baile, que si el compadre... A mí me llama la atención por qué la vida de todos ellos se parece tanto. Supongo que se parece igual que la vida de todos nosotros.

Me gustaban los libros que escribía José Saramago porque siempre partía de un hecho ficticio, diferente, que hacía ver toda la realidad de otra manera. La gente dejaba de ver (Ensayo sobre la ceguera), la gente dejaba de morir (Las intermitencias de la muerte), el pueblo votaba en blanco en las elecciones (Ensayo sobre la lucidez)... Y se me ocurre escribir una novela utilizando el mismo recurso literario: de repente, nadie recuerda la fecha en la que nació. Nadie conoce su edad ni la de los demás (¿Ensayo sobre la diacronía?). 

El ser humano vive obsesionado con el tiempo. Probablemente porque es consciente de su muerte, y este hecho futuro y seguro marca toda su existencia. Y dependiendo de la época y el país en el que viva, todos tenemos una previsión (ilusa) de cuándo llegará nuestra hora (¿a los 73?). Pero además, por alguna extraña razón, tradicionalmente vivimos como caminando por una carrera de etapas en las que se van conquistando hitos. Los kilómetros son marcados por la edad. No tener un determinado trabajo, una familia, un hijo, una pareja, un sueldo, una casa, una felicidad, unos estudios o cualquier otro objetivo más o menos estandarizado o extravagante a la edad deseada o exigida supone fracasar. Temporal o definitivamente. Depende del hito y de nuestras posibilidades de acelerar. 

Ambas circunstancias (la pre-planificación de la vida y la confianza en la estimación de la muerte) hacen que saber la distancia recorrida desde nuestro nacimiento sea de vital importancia para actuar. Si mañana todos despertáramos sin tener idea de la edad que tenemos... ¿seríamos capaces de tomar decisiones? ¿Cuánto tiempo pasaríamos delante del espejo intentando escrutar en nuestras arrugas los años pasados? ¿Contabilizaríamos las fotos guardadas para calcular los años vividos? Porque... cómo saber que hacer ahora, en este momento, si no sé cuántos años tengo. Hacer lo que quiero, lo que me apetece hacer, parece una respuesta demasiado sencilla. Pero sería bonito verlo. Sería un carpe diem mucho más auténtico de lo que habitualmente se promulga. Me dará igual mi edad, la desconozco, y a lo mejor mañana decido empezar una nueva vida, o tener otro hijo, o dejar a mi pareja, o cambiar de país, o empezar a cuidarme, o reír, o casarme, o escribir, o buscar, o vivir...

Sería un buen experimento. Sería un buen libro.
 

domingo, 7 de junio de 2015

Volver a expresar

Debe ser una necesidad innata. Ya sea gritando, hablando mucho, gesticulando, canturreando. Ya sea con la pintura, la escultura, con el arte. Escribir canciones e inventar sonetos. Corcheas. Construir una silla, una mesa, una casa. Hacer ropa, velas, zapatos, jarrones. Dibujar. Conversar con los amigos entre cervezas. Chatear, twittear, instagramear. 

Escribir. Mirar.

Debe ser una necesidad innata esa de expresarse. Por un medio u otro. Puedes elegir el camino más vulgar de vociferar tus impresiones o el más elevado en forma de versos alejandrinos. Pero de un modo u otro algo nos llama desde dentro a contar lo que sentimos ante la finitud de una vida que nos cuesta asumir. ¿No os pasa?

¿Será que necesitamos que los demás nos conozcan por esa cansina soledad que arrastramos? ¿O será que, aun solos, el auto-leernos o auto-escucharnos nos basta en diálogo retroalimentado? ¿Por eso escribimos diarios y poemas que nadie leerá?

Creo que ha llegado el momento de volver a escribir en este blog.